El Bosque de Fuego

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Todo había comenzado como una serie de alucinaciones tan reales que podría jurar por lo que más quería ante cualquier especie de análisis psicológico que lo que yo vivía era auténtico. Podía percibir las pesadillas que iban a aflorar mis noches momentos antes de que revivieran sus espectros en las penumbras de la solitaria madrugada.

Un ruido sibilante empezaba a sonar en torno a mí, aturdiéndome, rodeándome como lo haría el fuego amenazante e insaciable de un incendio forestal, y yo en medio de ese mar de llamas gritando como un cervatillo, con ojos perdidos buscando la salida entre la furia destructora de una naturaleza cruel y despiadada.

Corría entre los árboles, brillantes antorchas con sus copas vueltas ígneas, demoníacos jueces de mi destino  que no dejaban entrar ningún retazo de cielo.

Saber si era de día o de noche era imposible.

De sus ramas se desprendían hojas que danzaban haciendo volteretas en el aire mientras se ennegrecían antes de posarse en el suelo cubierto de sus antecesoras vueltas ya una capa de cenizas donde posaba yo mis pies mientras huía desesperado por la visión mortal y el sufrimiento de las brasas que me caían encima y prometían mi muerte.

 

¡¡¡Ayuda!!! ¡¡¡Ayuda!!! – Gritaba en vano, ya que absolutamente nadie habitaba estos bosques. Toda vida humana y animal era inexistente. Del pavor no podía pensar. El oxígeno empezaba a faltarme y mis piernas se agotaban luego de tan maratónica e inútil acción de querer escapar, de desear encontrar un lago, un páramo, un prado donde el fuego no haya llegado, pero no, mi cuerpo comenzaba a ir más lento, más pesado lo sentía yo. A cada paso me era mucho más difícil seguir adelante. Y los árboles, el suelo de cenizas, las hojas cayendo convertidas en fuego danzante no acababan jamás.

Comencé a llorar sin sentido. Grité hasta que mi voz era una sorda agonía entre los ruidos de las llamas consumiendo la foresta y derrumbando su más antiguos especímenes de robustos y titánicos árboles. Tantos años siendo guardianes de los más profundos secretos de este laberinto, tanto tiempo en calma. Estaban cayendo ante los demonios de la naturaleza en el pináculo de la furia incansable de un Dios que fue traicionado y ahora cobraba venganza sobre ellos y sobre mí.

Uno de los guardianes caía delante de mí y en su caída iba desguazando sus ramas consumidas. Al estrellarse contra el suelo una nube de cenizas negras se levantó ante mí convirtiéndose en un obstáculo infranqueable, ya que a mí alrededor de producían los mismos efectos sobre sus hermanos.

Me detuve, la tos me producía cierto alivio hasta que miré mi mano que había puesto en mi boca y me quedé petrificado. Mi mano estaba bañada en un líquido negro y espeso, sumamente pegajoso que no se soltaba de mis dedos por más que me esforzara en ello.

Todo eso sucedió en un instante, un instante que duró mil años pero que sirvió como descanso a mis piernas ya fatigadas.

Tenía ambas manos cubiertas de ese líquido que salía de mi boca, pensé rápidamente que este fluido podría cubrirlas del fuego y saltar por encima del tronco del árbol caído frente a mí.

Di diez pasos hacia atrás para tomar carrera, mis piernas reaccionaron tan rápido como mi pensamiento comandando mi voluntad. Mis brazos se agitaban como péndulos en acción contraria el uno con el otro, esto aumentó mi velocidad. En el último paso me impulsé con un salto y ambas manos se posaron sobre el tronco envuelto en llamas levantando todo mi ser sobre él y atravesando su muro de fuego naranja.

Mis pies vuelven a tocar tierra y corro en una carrera desesperada en dirección recta hacia algo o alguien que pueda significar mi salvación. Pero el paisaje era el mismo que cientos de metros atrás. Parecía repetirse una y otra vez. Yo ya no gritaba, no tenía más mi voz, no podía ya respirar y la pesadez comenzó a ejercer en mis miembros inferiores el mismo castigo del cansancio que había sufrido metros antes de mi salto. Me iba haciendo lento de nuevo.

Me entregaré a la furia de este Dios, ya no puedo más, no puedo. – Pensaba.

Un haz verde de luz iluminó absolutamente todo durante un segundo, un milisegundo que me alcanzó para ver un sendero más adelante a unos doscientos metros.

Reavivada mi esperanza, mis piernas cobraron vida, y volví a mi carrera.

¿Esto una chispa, la última chispa de vida que le quedaba a mi cuerpo?

Estaba cada vez más cerca, cuando un estruendo ensordeció y confundió mis sentidos de una forma violenta, como cuando estás pensando en cualquier cosa y al cruzar la calle te choca un auto. Ese momento, ese verdadero momento donde la mayor confusión se produce en una mente humana, eso mismo me produjo aquel ruido que provenía del rayo verde que había iluminado el sendero.

¡¡¡El sendero!!! ¿Dónde está el sendero? – Gritaba en mi cabeza.

Miré a mí alrededor y el sendero había desaparecido.

El infierno del libro de las mentiras se había vuelto real y yo estaba ahí parado y a punto de morir.

 

¡¡¡Max!!!…¡¡¡Max!!! ¡¡¡Despierta, despierta, Max!!!. Otra vez estás teniendo tus horribles pesadillas!!! – Me gritaba Leila mientras golpeaba con suavidad mi rostro bañado en sudor.

Abrí mis ojos y una bocanada de aire llenó mis pulmones. Reviví.

Como un niño lloré en mi pesadilla y ahora que había despertado, lloraba de nuevo.

Leila me había pedido que fuese a ver a un psicólogo por la mañana, o a un psiquiatra que me diera alguna droga para suprimir mis pesadillas, aunque yo sabía que eso era, como dijo un amigo poeta, “como cubrir el cáncer con una curita”.

Yo no me creía o me sentía loco, pero también sabía que los locos no saben que lo están.

Para mí era algo mucho más profundo, mucho más complejo y que ningún tipo de medicina o terapia podría arrancar de cuajo estas vívidas visiones de inframundos que existían en la honda galaxia que producía la electricidad de mis neuronas.

 

Adelante Señor Max, la doctora Denisse lo espera – Dijo la secretaria del departamento de psiquiatría que me ofrecía mi obra social.

Abrí la puerta de la sala, girando el cromado picaportes. Sentí que un caliente beso me quemaba la mano. Todo se volvió negro e iba nublándose mi vista hasta que sentí que mi cabeza golpeaba el suelo. ¿Acaso me había desmayado?

¡¡¡No…No…No!!! ¡¡¡Otra vez aquí!!! Mi mano se quemaba con una rama que me había caído y su extremo me golpeó la sien. Intenté respirar el poco oxígeno que quedaba de la sofocante atmósfera donde este imperio se levantaba entre las ruinas de los árboles.

Mis dedos estaban en carne viva y mi cabeza me dolía tanto que no me animaba a tocarla por espanto a descubrir lo que me había sucedido a causa de ese golpe.

Trato de pararme nuevamente pero me siento débil y sin fuerzas, cansado de este sueño que no me deja en paz. Y ahora el dolor de mi carne siendo quemada lentamente sumándose al martirio que sufro, tan real, tan perceptible.

Me siento totalmente perdido, no sé dónde estoy, cómo aparecí acá, ni siquiera quién soy.

Esta vez el sibilante sonido no se dejó oír para alertarme que todo esto sucedería nuevamente.

Tengo sólo una opción y no es dejarme morir.

Comienzo a caminar en línea recta, con mi brazo derecho inmóvil del dolor.

Tengo que sacar fuerzas de los rincones de mi mente, tengo que recordar algo que me dé ese impulso que a todo ser empuja hacia adelante.

Busco en mis pensamientos eso que me ayudará, pero sigo sin recordar nada.

Las astillas que no fueron consumidas comienzan a hacer estragos en mis pies descalzos. Sangro dejando una huella húmeda detrás de mí.

Un viento helado comienza a soplar en contra, las llamas se reavivan y de su gama naranja pasa al rojo.

Una herida escarlata en el rostro de Dios. El roce de una lanza hiriendo la superficie de la tierra y haciéndola sangrar a borbotones. Un grito bestial recorre cada parte del bosque.

No puedo asegurar de qué parte viene, ya que me siento rodeado por éste.

Mi corazón se acelera al punto de poder sentirlo latir en mi cuello, en mi cabeza, en mi garganta.

El grito se alza con sonidos de indescriptible odio.

Tiene que ser una bestia en cólera. ¡Sí!, Eso tiene que ser. Esa cosa debe haber incendiado todo esto. – Pensaba ya como un orate para mis adentros.

Frente a mí veo aquel sendero que antes había sido iluminado por aquel rayo.

La alegría que sentí es indescriptible, tanto como mi horror y mi terror.

Salí de aquel infierno que se contenía y no traspasaba los límites de la circunferencia que había trazado en su voraz y devastador paso.

Caigo de rodillas unos 400 metros más adelante y observo ese paisaje que moría muy lentamente.

Cubro mi rostro con ambas manos adoloridas, húmedas, quemadas y llenas de ampollas.

Me quedo en esa posición unos minutos, mi respiración comienza a normalizarse, mi corazón desacelera hasta que ya no siento sus latidos en mi cabeza.

Puedo pensar de nuevo, es de noche, en el cielo no hay estrellas, ni una constelación que pueda guiarme.

Sólo una esfera verde brillaba en la inmensidad. Esta esfera era rodeada por 3 anillos que giraban a su alrededor como filosos bisturíes que rasgaban el manto nocturno.

La luz mortecina de este astro rey me ofrecía una vista no muy amplia del horizonte, pero podía ver que a unos kilómetros se alzaba un monte negro.

De la parte superior corría lentamente hacia abajo una fina capa de neblina gris como el humo que despide la chimenea de un crematorio.

El aroma de esos paisajes me revolvía el estómago de asco. Sentía que iba a vomitar.

Arranqué un pedazo de tela de mi despedazada ropa que colgaba al costado de mi cintura.

Me cubrí el rostro con el trapo a modo de pañuelo. Sabía que no era mucho pero podría, al menos, soportar la intensidad del olor.

Mientras ataba el improvisado pañuelo, bajé mi mirada y el rayo que había sido mi guía volvió a manifestarse y era acompañado por un grito de guerra que bajaba del monte.

Alcé mis ojos y no podía más que sentir cómo mi terror se multiplicaba.

Un ejército de cadáveres caminaba pesadamente  arrastrando consigo la peste de una masa sanguinolenta, negruzca que se desmenuzaba y gorgoteaba de putrefacción.

Detrás de ellos estaban las bestias que gritaban en el lenguaje de los no vivos.

Unos caballos cubiertos por mantos negros relinchaban amenazantes y sobre sus lomos unas valkirias cadavéricas abrían sus alas de basiliscos.

Mis pies estaban inmóviles, ya no gobierno mi propio cuerpo.

Las legiones arrastran con cadenas unas formas extrañas  con rostros semi humanos deformados a golpes de puño, con cuerpos mutilados a hachazos, adornados de laceraciones  y profundos cortes por donde se desprendían los vapores del calor de la carne aún viva.

Todos estos seres formados por la inmundicia pasan a mi lado ignorándome totalmente.

Una de las valkirias baja de su caballo y dirigiéndose hacia mí sin ninguna mirada, ya que su cabeza era sólo un cráneo blanco con vacías cuencas en vez de ojos, dice con una voz gutural:

Dejadlo a merced de la noche Saturnal. Arrastrad hacia el bosque a los condenados.

 

Se alejaron e ingresaron traspasando los muros de los árboles muertos perdiéndose en la lejanía, pero el olor nauseabundo aún seguía en el aire. La sangre podrida de los cadáveres envenenaban todo lo que tocaban.

La valkiria no había mentido, estaba a merced de un festín de sacrificios para un Dios caprichoso y embriagado de locura.

 

 

 

En lontananza emergía la luz del día, cegadora y mortal.

Sentía cada vez más calor, todo mi cuerpo ardía.

El dolor era el único sentimiento que me acompañaba en este viaje.

Un inmenso sol rojo emergió entonces del horizonte. Un grito que no pude controlar escapó de mi pecho. Estaba muriendo.

 

Paciente número 596, Maxwell Wars. Ingresó al hospital de emergencias el día de hoy, 26/02/2018 con aparente estado de catatonia. El origen de su estado actual es desconocido.

Su esposa asegura que Maxwell tenía intensas pesadillas que se manifestaban luego de una aparente parálisis nocturna.

El paciente se encuentra estable y en observación hasta la llegada del médico a cargo que determinará la medicación y/o terapia a seguir.

 

Me despertó un sonido peculiar, un silbido constante.

Eran las 15:30 de la tarde, al menos eso indicaba el reloj que colgaba en la pared frente a mi camilla en la sala de urgencias del hospital.

Recordé súbitamente parte de lo que había soñado y miré mis manos. Estaban temblorosas y pálidas bajo la luz del fluorescente. El sonido provenía del arrancador del tubo de luz sobre mi cabeza.

Estuve pensativo durante largos minutos.

Sólo oía el suave murmullo de las voces del personal del hospital en la galería detrás de la puerta.

Sentía frío, los altos ventanales de mi habitación estaban cerrados.

Estaba solo ahí dentro. No tenía ningún compañero convaleciente a mi lado.

Me sentía estúpido tirado ahí, desnudo debajo de las sábanas con ese detestable gotero de suero que iba por la mitad, suministrando a cuentagotas algún calmante a mi sistema nervioso.

Cerré mis ojos para tratar de ubicarme en tiempo y espacio.

Los abrí de nuevo luego de unos segundos y todo estaba a oscuras.

Mi camilla con blancas sábanas se había transformado en una mesa de torturas, mis piernas estaban atadas con robustas cintas negras al igual que mis muñecas. En mi boca se cernía una roja que se posaba en mi lengua, mis dientes mordían con desesperación, tenía gusto a sangre coagulada.

La puerta frente a mí se abrió y apareció él.

Tenía el rostro cubierto por una máscara y sus ojos no tenían brillo, no podía ver su color. Sólo sé que era un hombre inmenso, sus manos eran monstruosamente grandes.

Daba la impresión de que no sabía que estaba yo ahí, me ignoraba.

Él solo permanecía frente a mí dándome la espalda y moviendo una serie de palancas, hacía ruido como si acomodara artefactos de alguna ciencia desconocida.

Algo cayó al suelo, traté de mirar pero no conseguí saber qué era con exactitud.

Se dio vuelta y extendió aquella mortífera garra que tenía por mano y bajo una cadena de gruesos eslabones con un grillete en la punta el cual abrió con una llave de bronce que levantó de la mesa que estaba detrás de él. Apoyó el grillete abierto en mi tobillo izquierdo y lo cerró con violencia. El frío metal me apretaba la carne de una forma impiadosa.

Él se puso a mi lado y empezó a girar una manivela que estaba clavada en la pared a mi izquierda. La cadena se empezó a tensar lentamente levantando mi pierna, tirando de mí hacia arriba. Se detuvo y soltó mi pierna derecha de las ataduras de la mesa de mármol blanco, así como también soltó mis manos, para luego atarlas de nuevo con una soga carcomida por trozos de carne vieja de anteriores víctimas, tal vez.

Comenzó a tirar nuevamente de la cadena, mi cuerpo era arrastrado lentamente y mi piel producía un sonido chirriante al deslizarse por el mármol agreste como uñas en una pizarra.

Mi verdugo no hablaba, no se oía su respiración, todo parecía producto de repetidos actos mecánicos que probablemente realizaba largas horas desde hacía mucho tiempo.

Quedé colgado boca abajo sostenido por mi pie.

Desde mi posición, en la cual veía todo al revés, pude contemplar la mesa donde él revolvía aparatos y objetos que se confundían en un revoltijo caótico

Algunos no parecían relacionarse entre sí o con algún otro artefacto que yo conociera:

Una cinta púrpura, un frasco con dientes de oro, un bisturí roto, cables, pinzas, clavos torcidos, hojas de afeitar, navajas oxidadas, pero lo que más llamó mi atención fue un balde donde flotaban cabellos de todo tipo y color. Los había rubios, castaños, rojos y negros. Ondulados, lacios, rizados. Todos entremezclados y flotando en un líquido verde que burbujeaba como una sopa al fuego máximo de una cocina hogareña.

La puerta estaba cerrada, traté de liberarme de mis ataduras pero estaban firmemente ajustadas. Sentía mi sangre volver hacia mi cabeza, la presión de ésta me nublaba la vista.

El carnicero sin rostro se paró frente a mí. Alzó un punzón y lo apoyó sobre mi estómago ejerciendo una monstruosa presión que me hizo retorcer de dolor. Parecía buscar algo en mí, ya que revolvía mis intestinos con una delicadeza sutil, tan infame y tan experta a la vez.

El dolor era insoportable.

Sentí una calidez brotando del centro de mi cuerpo y corría hacia abajo. Mis extremidades temblaban en un paroxismo de inquebrantable tortura.

Mi verdugo se detuvo y se agachó hacia mi rostro descubriendo su calavera oculta bajo esa máscara amorfa. Parecía hecha con el mismo mármol con el que habían fabricado aquella mesa en la que yo estaba acostado. Las cuencas de sus ojos estaban totalmente vacías. Creía que éstas se agrandaban hasta devorar toda la habitación. Oí voces, miles de voces recitando un coral enfermizo y repetitivo. Un mantra que murmuraban las paredes de las vacías tumbas de antiguos emperadores egipcios. Un mantra que anunciaba la llegada de un ser todopoderoso en ese lugar, en esa nación poblada de dolor, de agonía, de fétidas y malévolas presencias. Un coral recitado por ejércitos de cadáveres pudriéndose en su marcha hacia el abismo devorador del tiempo, del espacio y de toda luz divina.

Comencé a gritar de horror, me liberé súbitamente de mis ataduras como si se hubieran aflojado sin ningún esfuerzo.

A lo lejos aparecía una luz menguante en la vasta oscuridad de la nada en la que me encontraba.

¿Acaso esta era la luz que veían los que morían? ¿Estaba muerto ya?.

Comencé a dar brazadas, ya que sentía que nadaba en la negrura infinita. Aquella estrella se agrandaba entre cada movimiento que yo daba hacia ella.

El mantra mortuorio elevaba su marea de locura hasta ensordecerme, pero aquella luz venía hacia mí.

Era la salida.

Los rayos que despedía por los bordes se agrandaban como tentáculos que hondeaban circularmente a contrarreloj.

El silbido de las sombras escupía en mis oídos antiguas y secretas maldiciones.

En la cresta del éxtasis de aquella ceremonia invisible perdía todo lo que era, mi humanidad, mi memoria y mi conciencia.

La luz me rodeó y grité desgarrando mi garganta.

Con la velocidad de un relámpago partiendo el firmamento mis lastimados ojos reconocieron lo primero que pude ver: unas rosadas mejillas, cabellos castaños con mechones blancos y el perfume de mi amada Leila.

Lo primero que hice fue aferrarme a ella en un ataque de locura mezclado entre lágrimas y sudor.

El rostro de Leila había perdido su juventud. Sus mejillas estaban pobladas de finas arrugas, sus cabellos descuidados caían sobre sus delegados hombros, sus manos tersas y suaves eran iguales pero todo lo que yo conocía de ella había desaparecido. Otra persona había tomado su lugar.

Todo esto no era más que una vulgar y repugnante jugarreta de algún enemigo, de alguien que deseaba mi mal.

La anciana me miró con espanto cuando empecé a decirle todo lo que se me cruzaba por la cabeza.

Irrumpieron en el cuarto dos hombres que me sobrepasaban en estatura y en peso.

Me tomaron de mi antebrazo y me inmovilizaron de inmediato.

Una enfermera que venía detrás de ellos con una jeringa en su mano, se disponía a inyectarme aquel líquido aceitoso y transparente que refractaba en su interior partículas de alguna droga. Ésta ingresó a mi torrente sanguíneo. Como un potro enfurecido la pateé en el estómago obligándola a caer. La pared la detuvo en un golpe seco y lastimoso. La enfermera se desmayó por el golpe en la cabeza. Los guardias de seguridad me arrojaron al suelo. Uno de ellos puso su rodilla en mi espalda mientras torcía sin esfuerzo mi muñeca dándole una pequeña vuelta que me producía más dolor.

Mis fuerzas iban decayendo, hasta que me rendí.

El guardia me levantó del suelo y me acostó en la camilla.

Aquella anciana que decía ser mi esposa Leila. Se cubría el rostro con ambas manos mientras sollozaba: Acaso ya has perdido la razón, Max? Mi pobre Max. – Dijo ella.

Yo la miraba con odio y deseaba que desapareciera.

Dime quién eres. ¿Dónde está Leila? – Le grité – Dime dónde está o voy a matarte, los mataré a todos.

La anciana se sacó las manos del rostro, se levantó de la silla que estaba al lado de la camilla y alzó un bolso de mujer que estaba en el suelo, lo abrió y sacó un círculo de plástico gris.

Max, por favor, por favor, Max. Soy Leila, te lo juro. He estado esperando que despiertes todos estos años. Max, por favor. Te mantuve con vida todo este tiempo. Jamás perdí las esperanzas de que un día despertaras y volvieras a mí. Te amo, Max.» – me decía llorando. Yo estaba en plena conmoción mental.

La anciana puso el plástico de forma circular delante de mí rostro y dijo: Te juro que siempre te esperé. Espere que volvieras de aquellos horribles sueños que sufrías cada noche. Max, este eres tú. –  Al terminar esta frase giró el objeto hacia el lado contrario y lo que vi me dejó horriblemente confundido, atónito, aterrorizado. Vi que dos ojos grises me observaban. Una tez blanca y perdidamente entrelazada de venas y arrugas cubrían aquel rostro de espantos. Aquel rostro que sería mi perdición.

Aquel rostro de anciano moribundo, flaco, casi esquelético.

Aquel rostro era yo reflejado en un pequeño espejo.

Un alarido gutural acompañado por una ronca respiración entrecortada deformaba mis palabras haciéndolas ininteligibles.

Las luces fluorescentes comenzaron a titilar.

Una música de tambores comenzó a sonar en la lejanía. Las paredes chorreaban aguas negras desde el techo. Un profundo olor pantanoso comenzó a inundar todo el lugar. La anciana dejó caer el espejo y su rostro estaba cubierto por una mortaja amarillenta casi transparente que dejaba traslucir unos ojos rojos y una boca de finos labios adornada de una fila de dientes puntiagudos que esbozaban una sonrisa despiadada.

 

Ya viste suficiente «Max», o como sea que te llames en ese mundo. Si no aceptas lo que el oráculo reclama, todo lo que has visto y vivido será repetido una y otra vez. Debes aceptar lo que los Antiguos Reyes del Inframundo les tienen preparado.

Debes aceptar que todo esto llegará a su final. Nuestra salvación llegará como un ladrón por la noche a sacarles todo lo que nos pertenece. Deberás volver a tu universo, a ese confín de mentes que renacen bajo nuevas formas, con nuevos nombres como lo has hecho desde que robaste la esfera de él. Todo lo que nos robaron ustedes debe ser devuelto. Todos los dominios de nuestro Salvador deben volver a sus manos.

Sus manos adoptaron una posición donde sus dedos trazaban líneas, símbolos, marcas que abrían una puerta donde emanaba aquella luz que les mencioné antes de que la anciana Leila apareciera. La luz volvía a rodearme y aquella mujer que me reclamaba esas cosas que no podía procesar, ni responder con negaciones o aciertos, gritó mientras toda mi forma material se desvanecía en la esencia primigenia del radiante rayo de luz cósmica

 

 Diles a los hombres que serán visitados por nuestro Salvador, el Gran Kruha Tal-Azzar.

 

 

La luz enceguecedora me dejó ver otra vez a mí alrededor.

Un nuevo llanto quebró el silencio en una sala de hospital.

El llanto de un niño.

 

 

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Bienvenidos a mi espacio donde publicaré textos escritos por mi. Tras haber pasado por varios sitios, creo que finalmente usaré este. Los textos que encontrarán acá son de índole negativa y puede que su veneno certero sea el tesoro más preciado que obtengan de mi.

Os saludo atentamente.

Matias Poyenkóv.

yo-editada